La noche lloraba cálidas gotas de rocío sobre los hombros cansados de las dos mujeres que caminaban la tierra donde había pasado casi todo lo terrible capaz de herir y despojar … hasta una guerra había pasado …
– Poca alegría nos está quedando para después Doña – dijo la vecina a mi madre – ¡con tanta madre que ha perdido a su hijo!
Ambas siguieron andando en silencio, siempre sobrevivientes, capeando las tormentas, desenterrando la historia de entre los escombros de la sinrazón que nos arrebatara el último sueño posible… ellas caminaban, siempre sobrevivientes, cabalgando sobre una nostalgia tibia y una confianza nueva que una vez más les activa el alma para que el sol descorra las sombras de la noche larga.
Era octubre esa noche, octubre de 1983. El mes había llegado por fin aunque todavía nos faltaba atravesar los días y la noche que desataría el tornado que se llevó los techos de las escuelas pobres que no pudieron cobijar a la gente que se quedó sin nada… todavía nos faltaba subir la cuesta para llegar al día en que derrotaríamos al miedo metido en la piel, todavía nos faltaba saber que lo aterrador se reconoce de un golpe y que construir la verdad marchita proyectos, demuele ilusiones, cuesta la vida.
Treinta años desde aquel día en que los tamboriles sonaron para nosotros porque fuimos otra vez ciudadanos, otra vez y una vez más en la larga crónica de las interrupciones desestabilizantes, de las irrupciones golpistas, de las impaciencias y, también, de las resistencias porque jamás habríamos llegado sin la tenacidad, la obstinación, el coraje de este pueblo tan castigado, tan vilipendiado, tan expoliado, tan sacrificado desde el principio de los tiempos. Treinta años desde aquel día en que juntamos nuestra desazón y nuestra esperanza para repensarnos como nosotros cuando todo volviera a su lugar.
¡Treinta años desde que nos reencontramos con la palabra! Queríamos decirlo todo, lo que habíamos callado, lo que habíamos soñado, lo que habíamos sentido y ocultado. Llamaríamos hijos del pueblo a los chicos de la calle; devolveríamos a los niños de las barriadas miserables los números y las letras que les habían negado con intención perversa, los doctores curarían y las familias celebrarían el pan alrededor de la mesa. Nosotros venceríamos nuestra matriz autoritaria modelada en función de los recados ancestrales, no siempre democráticos, no siempre justos pero casi siempre determinantes, nosotros lo haríamos porque nos desbordaba el ánimo y la fuerza para construir hilada sobre hilada la democracia que nos ganamos
Nada sabíamos de los tiempos por venir, nada sabíamos de lo difícil que se nos haría desanudar el tejido de nuestras contradicciones más profundas, nada sabíamos de cómo seguir existiendo en la práctica cotidiana, nada sabíamos de los parloteos sin rumbo que llenarían discursos desvalorizados para taparnos lo que en realidad importa; nada sabíamos de las veces que se nos escurriría la oportunidad de hacernos cargo de nuestro destino; nada sabíamos de las frustraciones que, con inusitada frecuencia, nos sumirían en esa pesadumbre desolada que sólo derrotaríamos con la prepotencia de nuestro terco optimismo de sobrevivientes.
Tuvimos que marchar a lo largo de tres décadas para saberlo, para que ejercitemos nuestro derecho de expresarnos en libertad de pensamiento; para ser escuchados, para que se entienda nuestro mensaje, para hacer lo necesario para que las palabras recuperen su ética, para ver como se hace una historia con la rutina de la gente, cómo se anda por la vida con la agradable fantasía de que estaremos fortalecidos para aguantar los renuevos solapados que nunca dejarán de venirse al galope.
Y lo estamos logrando, estamos empezando a ser uno con el otro y con todos para recuperar los cielos que habíamos perdido en el transcurrir de los sinsabores interminables. Muchos años más deberemos caminar mirándonos de frente, restañando heridas, comprendiendo, aceptando, incluyendo, construyéndonos con la verdad, con la ternura intacta, con la ilusión de un futuro.
NORMA FERNANDEZ